FABIO MORÁBITO



SCRITTORE TRADITORE


A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa niña era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio, y quedé prendado de su hermosura y de su fragilidad. “Pareces una niña”, le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, nunca volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí. Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara a Massimo. Él puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre diferente del que soy, sin duda mejor. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después del primer trastabilleo adrede, me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más, y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces cuando vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.






LA VANIDAD DE SUBRAYAR


Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela, historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos. Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad esa ansia suya por dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. Él aspiraba a escribir, tenía un indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos, tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no tuvieran algún subrayado. Llegó a confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en medio de miles de otros, no sólo por el carácter de las rayas que hacía, que en verdad no tenían nada de particular, sino por el tipo de cosas que le gustaba destacar. Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, sólo hizo un gesto vago e intuí que ese hombre varios años mayor que yo era un ser vanidoso e inseguro, que nunca publicaría nada. Subrayaba de manera compulsiva, como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto, se defendía de los libros, los mantenía a raya con sus rayas, y por eso nunca se animó a escribir uno. Jamás habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable desde la primera a la última palabra, y encontrarse con un lector que sólo hallara algunas partes dignas de subrayarse, lo habría sumido en una profunda consternación. 





EL CÍRCULO PERFECTO



Es muy conocido el apólogo chino en el que un rey le pide al pintor más famoso de su reino que pinte un círculo perfecto. El pintor acepta el encargo, pero le pide al rey diez años para realizarlo, además de un palacio lleno de sirvientes y de toda clase de lujos. Durante ese tiempo no toma una sola vez el pincel y se dedica a disfrutar la vida palaciega. El último día, cuando el mensajero del rey toca a su puerta para pedirle el cuadro prometido, se acerca a la tela y delante de los ojos del mensajero dibuja con un solo gesto un círculo perfecto. Es a todas luces una parábola sobre el talento: el que lo tiene sabrá expresarlo en cualquier momento sin esforzarse. Pero imaginemos una variante de la historia: el rey le advierte al pintor que, a cambio del palacio, tendrá que matarlo si no logra pintar el círculo. Merced a esa amenaza de muerte entendemos que durante los diez años de aparente holgazanería el pintor no hizo más que trabajar en su cuadro y que la totalidad de ese tiempo confluyó en los cuatro segundos que le tomó trazar con pulso impecable el círculo solicitado por el monarca. Entendemos también que el palacio es una jaula de oro. El pintor nunca sale de él, no porque le esté prohibido, sino porque se resentiría su dedicación al cuadro prometido, echando a perder el resultado. El pintor vive literalmente en cautiverio, y todo por un simple círculo. Entiende al final de su vida la trampa que le tendió el rey. Éste, celoso de su fama, lo encerró en aquel círculo y, dándole un palacio suntuoso, lo hizo esclavo de un trazo de pincel de la duración de unos pocos segundos. Durante los diez años que duró su esplendoroso exilio el pintor no sólo dejó de pintar sino, sobre todo, de vivir, pues su mente estaba absorbida día y noche por el círculo. Lo que ignoran ambos, el pintor y el rey, es que la fama del primero ha trascendido los siglos gracias a ese cuadro. Su obra que le diera tanta fama yace olvidada junto con la de todos sus contemporáneos y hoy gracias a ese círculo sabemos de él, del rey y de aquel reino.