SERGIO ESPINOSA PROA





FRAGMENTOS DE UN DISCURSO ANTIHUMANO


De los hombres me separan
todos los hombres.

E. M. Cioran,
El ocaso del pensamiento, II


Eso de “ser” “hombres” da por supuestas demasiadas cosas. Cuestionar aquello que permanece sin pregunta es lo propio de la filosofía.
Por ejemplo, nos agrada imaginar que “lo propio” del hombre es su “libertad”. Los animales quedan presos de sus instintos; los humanos —según expresión célebre— estamos “condenados a la libertad”. Es, sin el menor doblez, la opinión de un moderno. Obsequio o conquista, gracia o desgracia, por lo pronto nos da lo mismo. Podemos hacer lo que nos plazca, pero debemos hacer sólo determinadas cosas. El espacio de la libertad se acoge o somete a esta distancia entre el poder y el deber. Kant deja además esbozado el sitio para otro “poder”, o quizás para otro “deber”, que es la esperanza.
Muy bien: libre, pero no sabemos de qué —y menos aun para qué. He aquí la primera posibilidad: se es libre de ir contra lo necesario. Segunda: se es libre de querer lo necesario. Y tercera: se es libre de eludir esta oposición.
En cualquier caso, deberá preguntarse qué o quién es el sujeto de esta libertad. Hay siempre un quién: a saber, el hombre. Pero preguntémonos qué pasaría si no: preguntemos si hay algo —no un “quién”— que se libera en el hombre. No será mi poder humano quien se libera (de ciertas restricciones efectivas y afectivas, fuerzas contrariantes, etc.), sino algo distinto. ¿Qué? No lo sabemos. Ahora bien, este no saber pertenece al hombre al mismo título que su “supuesto saber”.
Pensemos un segundo en esto: no saber algo se entiende de dos maneras: o bien no lo sabemos pero es posible llegar a saberlo —es la posición de la razón, de la técnica, de la ciencia—, o bien no sabemos y no resulta posible en modo alguno alcanzar saberlo —que vendría a ser la posición de la “religión”, o al menos de las religiones que crecen en torno de un núcleo mistérico impenetrable—. Se presumirán posiciones intermedias o mixtas. O todo puede saberse, o no todo: tenemos la libertad de elegir. Pero esto mismo no es nada seguro. Se opta, sin duda. Sí, pero, ¿desde dónde? ¿Para asegurar qué?
Normalmente, es decir, en la vida promedio, los humanos deambulamos relativamente acorazados. Ni experimentamos el infinito peso del mundo, ni tenemos noticia de aquello acerca de lo cual no hay la menor noticia. ¿Qué hacemos cuando simplemente “vamos tirando”? Pues eso está claro: nos hacernos los “occisos”. De pronto es posible sentir tanto miedo o tanto vértigo que lo mejor es irse anestesiando de a poquito. Esto es lo normal. No es que esté “mal”. Pero permanece cerrada la vía que, más allá o más acá de lo “normal”, nos informa o nos deja ver eso que en cada caso “somos”.
Llegados aquí, la pregunta gira de nuevo: ¿somos libres, o algo en cada uno podría liberarse? Por ponerlo en un ejemplo crítico: ¿somos libres de tirarnos un pedo, o es el pedo lo que a pesar nuestro pugna por liberarse? Esto es bastante majadero, pero los científicos son libres de disertar horas y horas —incluso en televisión— sobre las hemorroides, la criptorquidia o la vaginitis y nadie protesta. Al contrario, esos discursos son muy necesarios. Acá, intentando pensar “nuestra” “identidad” y “diferencia” con respecto de los animales que desde luego no son como “nosotros”, discursos de índole semejante como que se desdibujan.
Porque, a ver: ¿a quién debemos dirigir estas preguntas? Un científico, si es lo suficientemente materialista, propondrá interesantes inventarios. El hombre es un espécimen curioso, y acaso hasta “único”, pero tal unicidad no lo pone realmente a salvo de ser lo que es: un antropoide particularmente evolucionado. “Poco pelo, pero bien peinado”, como dicen los vendedores ambulantes. ¿Sólo eso? Sí, básicamente. El muchas veces gigantesco y siempre en extremo variado paisaje de las “culturas” no es percibido —o no debería serlo— como índice de una diferencia radical. ¿Las culturas? Exacto: son a los seres humanos lo que los plumajes a las aves. Este materialismo —el de Leslie White, el de Marvin Harris, el de Desmond Morris, el de Ashley Montagu, incluso el de Robert Ardrey— me es particularmente simpático. Con todo, como que se queda muy corto.
Un materialismo que por mera higiene pasa de largo por el idealismo alemán siempre quedará medio lisiado. Tampoco es que Hegel, la verdad, convenza mucho; pero es sin duda menos obtuso. ¿Quién, entonces, debe responder? ¿La ciencia, la filosofía… o la poesía? Es probable que estemos buscando algo distinto de simples —o muy exhaustivas— descripciones.
La filosofía ha practicado varias de ellas. No obstante, en esa un tanto indigerible zona filosófica ocupada por Heidegger, la descripción (pretendidamente imparcial) cede su sede a la… conjura. Se le pide al pensamiento “no describir la conciencia del hombre, sino conjurar la existencia en el hombre”[1]. Prestidigitación menos del ensalmo o del silencio que de la pregunta. Nunca será sencillo quitarse de encima las losas de la metafísica. Ni siquiera sabiendo que la ciencia y el sentido común son, aquí y allá, metafísica de clóset. No habría en ello nada casual. Para esta filosofía, el hombre ni es libre ni no libre; no de antemano. Lo que sabemos —aun si no “a ciencia cierta” es que no sabemos; ergo, la cuestión. La pregunta como encantamiento —para salir del encantamiento. ¿Cualquier pregunta?
El hombre es, hasta donde se sabe, el único animal que hace preguntas; pero no cualquier pregunta le nace de, o le devuelve a, su “ser” “humano”. No es que en la “vida promedio” formulemos siempre preguntas estúpidas. Las preguntas de la ciencia también son muy inteligentes. Pero ése no es el problema. Tampoco es que se trate de hacer preguntas muy “profundas”. Para esta fenomenología, el preguntar decisivo consiste en impedir que se cierre el espacio del preguntar en sí. La “estructura” de este preguntar suena a: de acuerdo, pero… O: aún así… Los puntos de suspenso tienen su eficacia.
De hecho, querer trazar una diferencia obedece a una determinada forma de posicionarse entre las cosas. ¿Qué hay? Fraguadas en el horno de esta tradición, hay tres inmensas “áreas”: Al César lo que pertenece al César… Sí: está Dios, luego está su obra, y nosotros arrojados a ella —atareados en dominarla. Los humanos, para esta tradición, pertenecemos al mundo… y no. Aunque el movimiento es más lineal: nos introducimos entre el mundo y Dios. En la medida en que obedecemos a Dios el mundo nos obedece. Lo diabólico del mundo aparece cada vez que, por azar o por consigna, el Divino Plan es obstruido.
Uno puede o no atragantarse con estas articulaciones, dejarlas pasar como elementos de la realidad. Más difícil será distinguirlas cuando cambian la escenografía y la terminología. El hueso de esta posición se deja compactar en lo siguiente: para un hombre, el mundo es lo que sirve. (Si no sirve de inmediato, ya se verá qué se hace.) Así que “lo humano” se distingue del resto por una singularidad que afecta a su “tener” o “no tener” mundo. ¿Se ha salido del esquema divino?



[1] Martin Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, tr, Alberto Ciria, Alianza Editorial, Madrid, 2007, p. 222