JEZREEL SALAZAR



CONTRA EL MUNDO CULTURAL


No es fácil mantener la compostura al hablar sobre la realidad literaria del mundo actual. No me refiero al hecho de que ciertas obras me provoquen exabruptos o disertaciones apasionadas debido a su capacidad expresiva o su demoledor reproche ante el estado de las cosas. Lo que ocurre es que desde hace tiempo, al escuchar a mis amigos escritores, editores o periodistas hablar, frente a un café, sobre novelas y autores, no puedo evitar sentir agruras estomacales. Esto, más que un indicio de intolerancia a la lactosa o de un padecimiento psicológico, me parece un síntoma de cierta dolencia colectiva, algo que asocio a los malestares de nuestro campo cultural. ¿Qué lo provoca? He tenido la impresión de que es el tono, la manera en que se habla sobre literatura, lo que carcome mis vísceras: demasiada seguridad, certezas desmedidas, exagerada claridad. Un exceso de confianza infecta nuestro paisaje cultural, lo cual me ha llevado muchas veces a perder el estilo, y buscar la puerta más próxima hacia el sanitario alivianador.

En busca de una solución que me permitiera seguir conversando con mis amigos, cayó en mis manos un libro de Damián Tabarovsky con un título que de entrada me hizo pensar que leerlo podría generarme ámpulas: Literatura de izquierda (Tumbona Ediciones, 2011). No obstante, apenas lo hojeé me di cuenta que se trataba de un texto provocador cuyos planteamientos críticos tenían que ver justo con aquellos comportamientos, imágenes y valores que, en torno a lo literario, detectaba una y otra vez a mi alrededor: banalidad política unida a la búsqueda indiscriminada de incorporación social, pretensiones de notoriedad acompañadas de complacencias estéticas.

A pesar de discutir desde el contexto de la literatura argentina, es claro que el diagnóstico básico del texto compete al resto del mundo editorial hispánico. La argumentación fundamental de este breve libro de ensayos podría resumirse así: buena parte de la literatura actual posee un ideal conservador que le ha hecho perder su potencia expresiva, para convertirse en un alegato a favor de la reproducción del orden social. Según Tabarovsky, desde los años ochentas se ha privilegiado una narrativa que sostiene la inocencia y la transparencia del lenguaje, el éxito como canon y la sensatez como valor estético. A esta versión conservadora de la literatura la denomina “política literaria del café con leche” y contra ella dirige su puntería argumentativa, en aras de reivindicar el papel negativo de lo literario esa experiencia radical que se escribiría desde un afuera, ese discurso que siempre debería incomodar para poner en cuestión la realidad.

Debido a su carácter de diatriba contra el mundo cultural instituido, Literatura de izquierda resulta un espejo en el que no es difícil reconocerse, pero ante el que resultaría preferible desviar la mirada. Lectores o escritores, editores, críticos y académicos, reciben una imagen de sí mismos que los repele. De un modo u otro, nos vemos inmersos en un espacio de conformismos y convenciones, en donde el conservadurismo de nuestras prácticas culturales resulta innegable. El tono provocador de esa revelación (aunque en momentos adquiera postulaciones absolutas que requerirían de matices) es uno de los logros más estimulantes del libro. Pero no es el único.

Si Tabarovsky sostiene una postura de desconfianza frente a toda institución que genere hegemonía cultural (de ahí que defienda con Dubuffet ciertos mecanismos de desculturización), lo hace para exponer de manera radical una reflexión sobre la vanguardia, sobre la voluntad de trabajar bajo el horizonte de continuas rupturas, transgresiones y experimentaciones formales. Frente a una época que tiende a convertir toda crítica en decoración, y logra asimilar lo subversivo hasta volverlo norma o espectáculo banal, Tabarovsky reivindica una escritura que parta del escepticismo y la anomalía, asuma la imposibilidad como horizonte y genere un sentimiento de inadecuación frente a lo real (lo que implicaría vincular vanguardia política y estética). Siguiendo a Blanchot, Barthes y Nancy, llama la atención sobre la urgencia de que el escritor hable desde el lugar del extravío (desde un espacio no asimilado), sospechando de su propio relato y destruyendo el canon existente: “La literatura no piensa, no da sentido; al contrario: lo congela, lo pone en suspenso. Es el mundo quien da sentido, y la literatura se opone al mundo. La gracia de la literatura está en volcar”.

Termino de leer el libro y varias preguntas irrumpen en mi cabeza: ¿tiene la literatura algo que ver con la compostura o la contención?, ¿podré lidiar en adelante con las certezas esenciales de lectores y críticos?, ¿al leer los libros de mis amigos dejaré de tener agruras estomacales?