JEZREEL SALAZAR

MICROENSAYOS

DURACIÓN DE LA ETERNIDAD


Los relojes suponen que la duración es precisa. Los suizos basan buena parte de su identidad en esta mentira. El mundo nos impone horarios establecidos; cada encuentro se agenda anotando, puntualmente, una cifra en el calendario; para realizar un proyecto (se nos ha dicho) debemos diseñar rigurosos cronogramas; toda programación supone intervalos medibles. Sabemos lo que haremos de un momento a otro, revisando cuánto ha avanzado el reloj o a qué momento del día hemos arribado. Ninguno de estos hábitos, sin embargo, refieren a la verdadera duración de las cosas. Cada experiencia es un universo singular con sus propias dimensiones temporales, con su propia vitalidad destructiva o creadora. Un baile o una mirada, por ejemplo, pueden durar no una eternidad, pero sí mucho más de los seis minutos o los tres segundos que el cronómetro les concedió de vida. Ciertas experiencias nos disocian del mundo y de sus tiempos perfectos; es en esas treguas interiores en donde la realidad se presiente y sucede. La herida producida en la honda profundidad de un solo instante puede perpetuarse de manera indefinida. ¿Quién puede saber, en verdad, cuánto duró aquella conversación que nos cambió la vida, que nos lanzó hacia el planeta de los misántropos –dejándonos sin conexión con el universo tranquilizador que hasta ese momento habitábamos? El tiempo también muere y a veces renace. El placer redimensiona la eternidad de cada santiamén. El lapso de los días depende del miedo cotidiano.



CEGAR LA MIRADA


La literatura, más que retrato del mundo, constituye (cada vez más) una reacción en torno a lo ocurre en el mismo. Escribimos para mostrar irritación, vergüenza o azoro es nuestro desconcierto hablando. También escribimos para darle sentido a la insensatez. Ordenar el caos es uno de los motivos profundos que tiene la literatura y esto no deja de ser poco triste y poco esperanzador: pareciera que sólo ahí, en ese mundo de imágenes perfectas, la realidad logra de algún modo aligerar su carga de horror cotidiano. Cuando el desencanto es la atmósfera que respiramos y a través de la cual vemos a los otros y nos vemos a nosotros mismos, resulta difícil mostrar una representación oportuna, coherente o indiscutible de la existencia. El espejo se suele llenar de manchas y se vuelve imposible dar una imagen adecuada y eficaz de lo que retrata. La creación más que acto reactivo, a veces debiera ser un modo de cegar la mirada para imaginar la luz. Cuando la realidad es demasiado transparente se vuelve imprescindible abrir los ojos en medio de la niebla.



ELOGIO DE LO DESAPERCIBIDO


Él pensaba que había que hacer un manifiesto a favor de lo desapercibido, a favor de que las cosas pasasen por voluntad propia inadvertidas. Su apuesta era hacer de la estética de Hemingway (la teoría del iceberg) una ética. En medio de un mundo en donde el escándalo era la norma y la fórmula del éxito, suponía necesaria una forma de vida en donde lo más importante quedara silenciado: escribir la mejor de las obras sin publicarla, evitando así el horror y el desprestigio del mercado; perfeccionar la voz al grado de la genialidad y transmitir el logro en una estación virtual y de madrugada; lograr el descubrimiento de la piedra filosofal y sólo contarlo a los amigos. El arte verdadero, decía, debería de quedar encerrado en baúles: Kafka y Pessoa habían sido traicionados. Si estaba contra algo era en contra de las reiteraciones de sí mismo, pensaba que había que evadir todo tipo de publicidad o autopromoción y en su lugar restituir las historias que ocurrían en el anonimato y lo trivial. Recordaba los cuentos de Chéjov, en los que la anécdota es exigua, casi inexistente, pero en los que ciertos momentos constitutivos de la vida de alguien eran cifrados: un personaje, a partir de un encuentro, un encuentro justamente con lo banal, ve afectada toda su existencia… Lo suyo eran las épicas minúsculas, la apología de la miniatura. Así debía titularse el manifiesto, pensaba: “Por una épica menor”. Se trataba de remitirse a las cosas insignificantes, completamente fútiles y mínimas, aquellas acciones, espacios o sucesos baladíes que si a la mayoría no importaban, podían tener el más valioso significado para un ser en particular o para dos. Según él, la defensa de los acontecimientos anodinos era primordial y la vitalidad debía responder a lo diminuto: fomentar pequeñas acciones y gestos cuya finalidad sólo pocos pudiesen intuir, llevar a cabo rituales cotidianos que permitiesen cerrar ciclos, que establecieran nuevas relaciones con el mundo, básicamente interior. Pensaba por ejemplo, en aquel momento en el que alguien decide dejar un departamento que le significó un proceso de ruptura y metamorfosis, pero en lugar de celebrarlo con una fiesta, simplemente se prepara una cena, guarda sus cosas en una maleta y se va.