NADIA VILLAFUERTE



NATURALEZA MUERTA


Me pregunto cómo terminará esto. Ayer E me insultó y respondí con un golpe en su mejilla. Después salí a la calle. Tuve miedo al atravesar el pasillo —mierda de perros, hierba seca, basura en las esquinas—. Un miedo más grande que la paz del cementerio en plena ciudad. Gris sobre gris. Muertos sobre muertos. Una ventana alta, romper el cristal, saltar y descubrir lo que uno es: apenas un coágulo de sangre seca. Me dirigí al trabajo. Cuando estuve en el ascensor, pensé en E.
            Anoche me rechazaste.
            Estaba dormida.
            ¿Con quién soñabas?
            Escucha: “Los celos pueden comerse un corazón hasta el centro”.
            Entregué unos documentos y salí deprisa. Tuve miedo. Un miedo igual de cálido que un crepúsculo entrando a la humildad de una oficina vacía. No quería volver a casa. Subí al autobús. “Seguir siendo humano es romper un impedimento. Quiérelo si eres capaz. Quiérelo si te atreves”, recordé. Anne Carson. Llamó mi atención una mujer que leía en su asiento. Llevaba un libro de Fernando Vallejo. Me pareció una turbia casualidad. El colombiano no es un autor precisamente feliz, no al menos para leerse en el transporte, por naturaleza deprimente. En la portada, el título del libro tenía una tachadura negra. Decía: “La puta de Babilonia”. La censura de la palabra “puta” me gustó. Un hoyo negro: pudor, represión, discreción.  
            Silencio.
            Ocultar.
            Callar.
            Solté una risita. Era una risa opaca, diría que empática. La mujer siguió leyendo.
            Tenía hambre. Quise cambiar el rumbo, la rutina. Bajé en el centro de la ciudad. Bajar hacia el centro, imaginé, como quien araña las paredes circulares de un pozo y no tiene otra alternativa que ahogar los ojos en la noche inmensa. Ámbar y almizcle al fondo. Luz.

            “Si todas las luces de la casa estuvieran apagadas
            podrías adornar esta herida
            con su brillo”.
            Así me sentía. Caminé por la avenida, cegada con mi propio resplandor. Me detuve en el aparador de una tienda. Había, en la orilla de la pared, una hilera de cabezas. Cabezas de muñecas. Yo estaba ahí, con mi cabeza pegada al muro, sin cuerpo. Tuve miedo. Un miedo más grande que los maniquíes mirándome sin parpadear.
            Entré a un restaurante. Pedí frutas y café. Había candelabros y óleos como salidos de una revista italiana. La noche se extendió como supongo se tiende el sosiego sobre un lago.
            Me pregunto cómo terminará esto, murmuré otra vez, entre dientes. El miedo fue desvaneciéndose en la medida en que mordía cada trozo de fruta. El bálsamo rojo de la sandía. Una piña colérica que hizo rechinar mis dientes. El verde susurro del kiwi.  
            Son las cosas cotidianas las que guardan con celo, como si fueran cajas, nuestras experiencias. Y una sabe que una caja está hecha de un material frágil. Supuse que el miedo tenía que ver con la posibilidad de que todas las cajas que guardaba en el cuarto de mi cabeza, se abrieran de par en par, haciendo rechinar sus goznes.
            E y yo.
            Cerrar la puerta.
            Despedirnos.
            Mudar de domicilio.
            Observé el plato. Estaba desnudo.
            Sólo quedaban, claro, algunas migajas.