ANA BARRERA



A PUNTO

Quien dijo que no, nos había mentido: el ombligo era el centro del mundo. No sólo el centro sino el inicio. Después de él, estaba tu cuerpo expandiéndose sin cuidado alguno hasta formarte. En un primer momento parecías eso pregúntaselo a tu padre un ombligo; pronto te convertiste en otra cosa, algo no muy reconocible, un desacato que provocaba mantener los puños cerrados y el pecho a punto de estallar. A punto. Nunca pasaba nada. La vida era la espera de que tomaras alguna decisión, alguna apuesta, algún sentido, religión, dios, alguna forma.
Había veces que te encendías terriblemente y tu padre se acobardaba y corría pero antes de esconderse ya te habías colapsado, desaparecido, cual agujero negro, y volvías a ser un ombligo flotante, muy callado, pueril, agradable. El mejor adorno de la casa, porque en torno a ti se olvidaba uno de cualquier cosa, hasta de sí mismo, y así, alrededor tuyo uno podía bailar, dormirse; al despertar tú ya te habías movido de sitio. Nos fuimos acostumbrando a esa mediocridad, luego resultaste imprescindible, pero tomaste el mal hábito de irte haciendo pequeño como los niños, luego callado y por último invisible.
Olía a ti. Siempre. Toda la casa era tu olor y por eso sabíamos si estabas en la cocina, en la sala, si regresabas de clases. Por momentos a tu padre y a mí nos encendía la angustia, temblábamos, nos mirábamos. Entonces, sin haber dicho una palabra, nos dábamos cuenta que estabas ahí, oloroso, vuelto hacia ti, y nos apresurábamos a echarnos al piso y dormir para hacer lo propio. Pero nunca pudimos volver a la calma de tu desidia y ahí estaba tu peste, sin movimiento e insignificante. Nosotros olíamos, ensanchábamos nuestros pulmones de tu negligencia y por primera vez te odiamos.  
Con el odio aún empuñado y fresco incendiamos la casa y no saliste, te esperamos afuera mientras veíamos cruzar remolinos de fuego en las habitaciones de la casa. Ni el calor te hizo hablar. Supimos de ti por el humo, era tu olor limen, como de ninguna cosa. Tu padre dijo que la casa así, quemándose, se parecía mucho a ti cuando te encendías para luego abstraerte en un movimiento pequeño que él y yo nunca entendimos. Seguro pensó que era el mejor momento para bailar sin acordarse de ti, ni de nosotros; yo lo pensé. Pero ninguno lo intentó. Había calma: te habíamos perdonado. En lo que a nosotros respectaba, eras un santo, aunque sabíamos que significarte era la mejor manera de matarte.