A PUNTO
Quien
dijo que no, nos había mentido: el ombligo era el centro del mundo. No sólo el
centro sino el inicio. Después de él, estaba tu cuerpo expandiéndose sin
cuidado alguno hasta formarte. En un primer momento parecías eso —pregúntaselo a tu padre— un ombligo; pronto te convertiste en
otra cosa, algo no muy reconocible, un desacato que provocaba mantener los
puños cerrados y el pecho a punto de estallar. A punto. Nunca
pasaba nada. La vida era la espera de que tomaras alguna decisión, alguna
apuesta, algún sentido, religión, dios, alguna forma.
Había veces que te encendías
terriblemente y tu padre se acobardaba y corría pero antes de esconderse ya te
habías colapsado, desaparecido, cual agujero negro, y volvías a ser un ombligo
flotante, muy callado, pueril, agradable. El mejor adorno de la casa, porque en
torno a ti se olvidaba uno de cualquier cosa, hasta de sí mismo, y así,
alrededor tuyo uno podía bailar, dormirse; al despertar tú ya te habías movido
de sitio. Nos fuimos acostumbrando a esa mediocridad, luego resultaste
imprescindible, pero tomaste el mal hábito de irte haciendo pequeño como los
niños, luego callado y por último invisible.
Olía a ti. Siempre. Toda la casa era
tu olor y por eso sabíamos si estabas en la cocina, en la sala, si regresabas
de clases. Por momentos a tu padre y a mí nos encendía la angustia,
temblábamos, nos mirábamos. Entonces, sin haber dicho una palabra, nos dábamos
cuenta que estabas ahí, oloroso, vuelto hacia ti, y nos apresurábamos a
echarnos al piso y dormir para hacer lo propio. Pero nunca pudimos volver a la
calma de tu desidia y ahí estaba tu peste, sin movimiento e insignificante.
Nosotros olíamos, ensanchábamos nuestros pulmones de tu negligencia y por
primera vez te odiamos.
Con el odio aún empuñado y fresco
incendiamos la casa y no saliste, te esperamos afuera mientras veíamos cruzar
remolinos de fuego en las habitaciones de la casa. Ni el calor te hizo hablar.
Supimos de ti por el humo, era tu olor limen, como de ninguna cosa. Tu padre
dijo que la casa así, quemándose, se parecía mucho a ti cuando te encendías
para luego abstraerte en un movimiento pequeño que él y yo nunca entendimos.
Seguro pensó que era el mejor momento para bailar sin acordarse de ti, ni de
nosotros; yo lo pensé. Pero ninguno lo intentó. Había calma: te habíamos
perdonado. En lo que a nosotros respectaba, eras un santo, aunque sabíamos que
significarte era la mejor manera de matarte.