MARCOS JÁVEGA



TÚ LO QUE QUIERES ES QUE RECUERDE AL TIGRE


Que ya esté en marcha el acto y que yo llegue apresurado y tenga que abrir la puerta del auditorio con cierto miedo a entrar de cara al público me resulta algo tan habitual que hace tiempo aprendí a reírme de esa angustia, de ahí que entre mi risa absurda y mi miedo auténtico me estuviera columpiando como cuando de niño daba toques a una pelota de papel de plata convencido de que no había tanta diferencia entre el envoltorio de mi bocadillo y el balón oficial del Barça, sin pensar ni un segundo en lo desconocido ni en la miseria, ni en la miseria de lo desconocido ni en lo desconocido de la miseria, en el momento en que abrí la puerta del auditorio, si bien es cierto que al público no alcancé a verlo por culpa de la ducha de luces blancas, rojas y azules con la que me rociaron los focos, era consciente de su presencia, incapaz de determinar su número pero sí su expectación ante la escena, un antiguo jefe o profesor de una vieja asignatura totalmente borrada de mis recuerdos me pasó su mano de lija por el sudor de mi nuca, yo sentí una grima eléctrica y él me formuló una pregunta a través de un micrófono que llevaba sujeto de la oreja a la boca: «¿Recuerdas cuando te llevaron a ver el tigre?», yo no recordaba haber visto nunca un tigre, ni siquiera sentir el más mínimo interés por los safaris, la zoología de fieras en cautiverio, ni nada parecido a los tigres reales, de ahí que en seguida pensara en los tigres de la literatura, así fue, tigres de libro que en principio me llevaron a descartar a los tigres de cine que también venían a mí tamborileando sus garras en el parquet del auditorio pero que desaparecían justo al atravesar el campo de luces azules, rojas y blancas, supongo que porque llegaban arrastrando tras ellos su mundo-circo, y la verdad es que desde la infancia ya desconfiaba de las gentes del circo, de sus pieles agrietadas al sol cuando los veías fuera de la carpa, sí, era ese tipo de niño, siempre excediéndome en los límites de la percepción, sospechando incluso que aquella vieja expresión lingüística, tan horrenda, que viene a evocar la mala suerte a través de un empresario circense cuyos enanos asalariados cometieron la osadía de crecer, no era más que una prosaica metáfora sobre una hinchazón en los testículos del maldito emprendedor al que se le hundió el negocio, así que sí, pensé en los tigres de la literatura, que si el tigre doméstico de Cortázar, que si los tigres azules de Borges, que si los tigres de Malasia de Salgari, que si Crouching Tiger, Hidden Dragon, sí, sí, sí, debo insistir en que los tigres de celuloide también venían a mí aunque nunca llegaran a rebasar el negativo fotográfico, «Recuerdo que me llevaron al cine», le dije al presentador de la mano de lija, que se apresuró a replicarme: «Pequeño desalmado», «Pero oiga…», intenté reprenderle sin éxito pues yo carecía del poder del micro, «Pequeño desalmado –subió el volumen, pero no sé cómo, tal vez aquel rufián era de los que saben mover las orejas–, ¿tú dónde encuentras consuelo, en la ficción, que es mentira, O EN LA VIDA?», el tipo casi quema los altavoces con el grito que dio y yo aproveché el estruendo para echar la vista atrás, no simbólicamente sino literalmente mirando lo que había a mi espalda y comprobé que había dejado entreabierta la puerta de la entrada, que bien podía ser de salida, de modo que corrí, corrí igual que una liebre y otra vez la risa y el miedo bailando en mi cerebro su vals de bodorrio, de cogorza y de pánico imaginando en plena escapada la fábula de la liebre y el tigre, que no sé si existe pero yo la veía posible, y así fue como pude escapar de tanta pregunta incómoda, microfonada y áspera y luego ya en pleno confort la encargada de la biblioteca me susurró que la conferencia que yo buscaba no se impartía en el auditorio sino en una sala pequeña, al fondo, a la izquierda, «entre, entre, si apenas vinieron asistentes».