TÚ LO QUE QUIERES ES QUE RECUERDE AL TIGRE
Que
ya esté en marcha el acto y que yo llegue apresurado y tenga que abrir la
puerta del auditorio con cierto miedo a entrar de cara al público me resulta
algo tan habitual que hace tiempo aprendí a reírme de esa angustia, de ahí que
entre mi risa absurda y mi miedo auténtico me estuviera columpiando como cuando
de niño daba toques a una pelota de papel de plata convencido de que no había
tanta diferencia entre el envoltorio de mi bocadillo y el balón oficial del
Barça, sin pensar ni un segundo en lo desconocido ni en la miseria, ni en la
miseria de lo desconocido ni en lo desconocido de la miseria, en el momento en
que abrí la puerta del auditorio, si bien es cierto que al público no alcancé a
verlo por culpa de la ducha de luces blancas, rojas y azules con la que me
rociaron los focos, era consciente de su presencia, incapaz de determinar su
número pero sí su expectación ante la escena, un antiguo jefe o profesor de una
vieja asignatura totalmente borrada de mis recuerdos me pasó su mano de
lija por el sudor de mi nuca, yo sentí una grima eléctrica y él me formuló una
pregunta a través de un micrófono que llevaba sujeto de la oreja a la boca:
«¿Recuerdas cuando te llevaron a ver el tigre?», yo no recordaba haber visto
nunca un tigre, ni siquiera sentir el más mínimo interés por los safaris, la
zoología de fieras en cautiverio, ni nada parecido a los tigres reales, de ahí
que en seguida pensara en los tigres de la literatura, así fue, tigres de libro
que en principio me llevaron a descartar a los tigres de cine que también
venían a mí tamborileando sus garras en el parquet del auditorio pero que
desaparecían justo al atravesar el campo de luces azules, rojas y blancas,
supongo que porque llegaban arrastrando tras ellos su mundo-circo, y la verdad
es que desde la infancia ya desconfiaba de las gentes del circo, de sus pieles
agrietadas al sol cuando los veías fuera de la carpa, sí, era ese tipo de niño,
siempre excediéndome en los límites de la percepción, sospechando incluso que
aquella vieja expresión lingüística, tan horrenda, que viene a evocar la mala suerte
a través de un empresario circense cuyos enanos asalariados cometieron la
osadía de crecer, no era más que una prosaica metáfora sobre una hinchazón en
los testículos del maldito emprendedor al que se le hundió el negocio, así que
sí, pensé en los tigres de la literatura, que si el tigre doméstico de
Cortázar, que si los tigres azules de Borges, que si los tigres de Malasia de
Salgari, que si Crouching Tiger, Hidden Dragon, sí, sí, sí, debo
insistir en que los tigres de celuloide también venían a mí aunque nunca
llegaran a rebasar el negativo fotográfico, «Recuerdo que me llevaron al cine»,
le dije al presentador de la mano de lija, que se apresuró a replicarme:
«Pequeño desalmado», «Pero oiga…», intenté reprenderle sin éxito pues yo
carecía del poder del micro, «Pequeño desalmado –subió el volumen, pero no sé
cómo, tal vez aquel rufián era de los que saben mover las orejas–, ¿tú dónde
encuentras consuelo, en la ficción, que es mentira, O EN LA VIDA?», el tipo
casi quema los altavoces con el grito que dio y yo aproveché el estruendo para
echar la vista atrás, no simbólicamente sino literalmente mirando lo que había
a mi espalda y comprobé que había dejado entreabierta la puerta de la entrada,
que bien podía ser de salida, de modo que corrí, corrí igual que una liebre y
otra vez la risa y el miedo bailando en mi cerebro su vals de bodorrio, de
cogorza y de pánico imaginando en plena escapada la fábula de la liebre y el
tigre, que no sé si existe pero yo la veía posible, y así fue como pude escapar
de tanta pregunta incómoda, microfonada y áspera y luego ya en pleno confort la
encargada de la biblioteca me susurró que la conferencia que yo buscaba no se
impartía en el auditorio sino en una sala pequeña, al fondo, a la izquierda,
«entre, entre, si apenas vinieron asistentes».