ROMÁN VILLALOBOS



 RANAS


Quería unas ranas, así que fui a comprarlas a una tienda de ranas que me habían recomendado tiempo atrás.
Cuando llegué al lugar no había ningún otro cliente. El encargado llevaba una playera amarilla y jugaba con su teléfono celular.
Lo reconocí: habíamos estudiado juntos. No lo había visto desde entonces. Supo quién era yo en cuanto me acerqué. Me dio un abrazo. No pude, sin embargo, recordar su nombre. Empezaba con J. Tal vez era Javier, Jerónimo o Jacinto, o quizás Juan.
Procedió a contarme su historia de vida con lujo de detalles. Como si hubiera ido sólo para saludarlo y no para comprar ranas.
No paró a lo largo de diez minutos, a pesar de que hice todo lo posible por mostrar desinterés en su monólogo.
—¿Sabes qué es lo peor de todo? Que me digan: “Es que no puedes ser gay, ser gay es malo, no es de Dios”. Yo pienso, ¿cuál es su problema? Yo soy gay, me gusta mucho ser gay y no me importa lo demás. ¿O qué?—me dijo, esperando una respuesta.
—No me importa si eres o no eres gay. En realidad, no me importa absolutamente nada de la vida de nadie. Vengo por ranas.
—¡Ah! —contestó y, frotándose los párpados, me señaló los pasillos que estaban junto al mostrador—, pues… adelante.
Así que fui a ver a las ranas. No puedo entender por qué algunos contenedores estaban vacíos, mientras que otros estaban a punto de reventar.
Las ranas me miraban con amor y comprensión, que es justo lo que estaba buscando de parte de algo o de alguien. Me daban ganas de llevármelas a todas.
Traté de hacerlo, de hecho. Me metí una rana al bolsillo, pero logró escapar. Cuando el empleado vio al animalito saltando por ahí me advirtió que podía echarme de la tienda.
Entonces le dije que quería unos cuantos ejemplares de cierta especie de rana de color rojo. Fue por unos frascos y unas pequeñas redes.
Mientras tanto, yo silbaba una canción que había estado de moda hacía muchos años (la recordé justo en ese instante) y hurgaba en los bolsillos de mi pantalón.
En ese momento entró un hombre a la tienda. No tengo nada que señalar acerca de su aspecto. Era un tipo de apariencia bastante olvidable. Me dijo buenas tardes y yo le respondí con lo mismo.
Fue directo hacia el empleado. Se besaron y se dieron un abrazo tan largo que fácilmente pude haber tomado un montón de ranas y salir corriendo sin descaro alguno.
Pero no lo hice porque, vaya, estaba silbando una vieja canción y trataba de hacerlo sin equivocarme.
Jaime, Jorge o José se acercó de nuevo, dejando a su novio por un momento, y se mostró bastante desinteresado. Le resultaba difícil meter las ranas dentro de los frascos. Le dije que yo podía hacerlo.
Se fue con su novio y yo metí tantas ranas como pude en cada uno de los frascos. Temí que murieran aplastadas. Pero eran gentiles, nobles, y su corazón palpitaba con fuerza. Estaban visiblemente enamoradas de mí.
Me acerqué al mostrador con los frascos. Eran siete pero se me cayó uno en el camino y las ranas que iban dentro murieron desangradas por las cortaduras.
El empleado estaba tan idiotizado por la presencia de su amor que fue incapaz de hacer bien las cuentas. Su novio me miró con simpatía y me dijo:
—Mira, no te apures. Yo pago.
Lo miré con suma desconfianza. Se ofreció a pagar la cuenta sólo para que yo me fuera lo más rápido posible. Todavía titubeé un par de veces.
—Con confianza, en serio—me dijo.
Dije que estaba bien. Pusieron los frascos en una bolsa y salí. Afuera había una larga fila de gente que esperaba un taxi o un autobús. Frente a nosotros, la avenida y su singular desorden.
Llegué a casa y lo primero que hice fue liberar a las ranas en el comedor, cuidando de que no hubiera vías de escape. Dejé que una manguera llenara de agua la sala, que es el lugar más bajo de mi casa y que siempre me hacía pensar que podía convertirse en alberca o estanque.
Fui a la alacena y deposité en el agua un montón de galletas, pan y fruta. Luego acerqué las pocas plantas que tenía y abrí la puerta del pequeño jardín trasero.
A las ranas pareció gustarles el lugar y al cabo de unos días todo era felicidad, de esa que me orillaba a andar desnudo por la casa y cantar canciones pegajosas a todo volumen.
La humedad hacía estragos en las paredes, pero los anfibios lucían felices y me agradecían mi atención y mi amor con cada uno de sus movimientos. Pronto fueron cientos de ranas y yo pensé que tanto amor me volvería idiota.
Entonces un día me visitó Olivia. Se impresionó al ver en lo que se había convertido mi casa. Pero de cualquier forma no modificó su expresión de pedantería.
—¿Y sabes nadar? —me preguntó frente al estanque.
No sé nadar y no quería empezar entonces. Se lo dije.
—Uy, qué pesado. No te vayas a ahogar.
Me rasqué la cabeza. Olivia me miraba atenta.
—¿Por qué tienes un estanque si no sabes nadar?
Comencé a sentir ganas de no haberla dejado pasar.
—¿Por qué? No entiendo —insistía ella.
Una rana aterrizó en mi hombro. Ya no creí necesario responder. Tantas ranas juntas desconcertaban a Olivia, pero, insisto, ella no cambió para nada la expresión soberbia de su rostro.
Fui a la cocina a buscar una botella de vino o alguna otra cosa que ofrecerle. Cuando regresé al comedor, alcancé a ver la espalda desnuda de Olivia sumergiéndose en el agua turbia. Las ranas saltaban de un lado al otro. Hasta entonces noté que habían crecido enredaderas por toda la casa.
Olivia nadaba al estilo mariposa. Me decía que los renacuajos le mordisqueaban los dedos de los pies y la entrada de la vagina. Se veía que lo disfrutaba.
—Ven, ándale, no te va a pasar nada.
Me encogí de hombros.
—Yo te enseño a nadar.
Decliné la oferta y ella me sonrió coqueta.
—No cambias —me dijo, antes de desaparecer bajo el agua.
De repente aparecieron sus muslos por encima de la superficie. Recordé que cuando era niña había practicado natación sincronizada. Ella trataba de averiguar si todo era como antes.
Llevó a cabo una rutina casi perfecta. Salió del agua y estaba emocionada. Olía realmente bien, a una mezcla entre agua de ranas y antojo de estar conmigo.
Unos parpadeos después y estábamos sobre la cama destendida, acompañados por un nutrido grupo de anfibios que saltaban sin parar. Algunas ranas aterrizaban directamente en los pezones o en la cara de Olivia, evidenciando sus celos. Otras se sujetaban a mis dedos, como tratando de impedir una traición amorosa.
Olivia y yo, desnudos ya, encontramos la forma de comenzar a hacer el amor, pero ella estaba ansiosa y harta de las ranas. En cierto momento atrapó a una rana y la arrojó con furia a la pared. El animalito se despanzurró y dejó una mancha en el muro.  
—¿Cuál es tu problema, estúpida? —grité.
Olivia se apartó de mí. Seguramente pensaba en algún insulto en mi contra cuando las ranas se le fueron encima. Cayó al suelo. Montones de anfibios se aferraron a su cuerpo.
—¡Quítamelas, quítamelas!
El croar era ensordecedor. Las ranas no paraban de llegar. Ella gritaba “¡Haz algo!” y a mí me parecía que nunca había visto tantas ranas juntas en toda mi vida.