ENRIQUE NÁJERA CHÁVEZ



VIDA FRÁGIL


A Jess Cocozza


Estaba con Chester en la caseta de vigilancia. Chester es alcohólico y tiene 40 años más que yo. El viejo siempre saca buenas historias y uno puede ir a fumarse un porro con toda confianza (se supone que vigila que nadie vaya y se robe un auto, pero a quien cuida es a nosotros). Desde tempra le pega al pisto. Para entrar en calor. Me dijo que en su juventud fue luchador, bien duro, de ésos de barrio. Hasta tuvo su buena racha. Alzando un cinturón de campeón, con esos ojos azules de brillo rabioso, traía muertas a todas las morras del vecindario. Ahora se junta con putas añejas o con mujeres piedrosas, pero igual tiene compañía femenina y así va pasando la vida, entre copa y copa. Chester se había bebido el resto de su charro negro. Eran casi las dos, hora de la salida. Comenzó a redactar el informe: once de diciembre de dos mil siete… catorce horas… SIN NOVEDAD.

En ese momento el tiempo se desfasó vagamente. Todo sucedió muy rápido. Escuchamos un golpe en la ventana y vimos caer un bultito. Una pandilla de zanates que perseguía a un gorrión había girado bruscamente en el aire. El gorrión, más concentrado en escapar de sus victimarios que en otra cosa, se había estrellado contra el vidrio de la caseta y ahora permanecía inmóvil en un escalón despostillado. Chester lo recogió. Era una cría. Sus párpados estaban cerrados. Sus párpados parecían difusamente humedecidos, como el rastro que queda de un halo sobre un cristal ahumado. Chester comenzó a soplarle en la nuca, a frotarle el pecho. No respondía. Abrió su pico y se lo puso en la boca para darle aire. Tampoco. El golpe lo había dejado extraviado. Con frialdad quirúrgica fue girándolo de cabeza hasta que el gorrión, por instinto, aleteó un poco. Sus ojos seguían cerrados, pero ya abría el pico. Luego lo paró sobre uno de sus dedos y por sí solo se mantuvo erguido. Chester me dijo que si no se paraba, se moría. Tomó la botella de tequila y se echó unas gotas en la palma de la mano. Le mojó la nuca y la cloaca y otra vez le dio respiración con la boca. El gorrión entreabrió los ojos a la mitad y supe que ese horizonte representaba el paso ambiguo entre la vida y la muerte. Parecía no decidirse.

Chester extendió sus alas y surgió un hermoso abanico multicolor, desde el amarillo limón, hasta el gris pardo. No te mueras, cabrón, le decía el viejo. Tomó un buche de agua simple y le dio de beber en el pico. El gorrión agitó las alas, pero esta vez con más vigor. Al fin consiguió abrir los ojos por completo. En medio de dos océanos castaños, sus pupilas brillaban dilatadas y expectantes, como si la visión de la realidad fuera algo insoportablemente nuevo. Su pico seguía entreabierto, pidiendo oxígeno, o tal vez un poco de sosiego. Chester puso de pie al gorrión, sujetando sus patas entre el índice y el pulgar. Así se carga un ave, para no lastimarla, me dijo. Salimos de la caseta. Los zanates se habían posado en un árbol lejano. Para ellos, nosotros somos el peligro.

Chester acarició la cabeza del gorrión y le sopló de nuevo. Le dio unos tirones del pico, como hacen con los gallos de pelea que agonizan. El instinto de las aves siempre supervisa sus partes más vulnerables, las obliga a reaccionar cuando están prensadas. Repitió la maniobra hasta que el pico quedó totalmente sellado. Con ese movimiento el gorrión parecía afirmar la vida como nunca nadie lo ha hecho. Aunque Chester se había mostrado circunspecto todo el tiempo, por primera vez lo noté verdaderamente relajado. Me miró y se sonrió. Evidentemente, Chester ya había reanimado a varios animales desahuciados. Creo que a un perro que se había comido unas tortillas envenenadas. ¡Los cabrones le vaciaron veneno en la comida!, me dijo. Y yo pensé, qué cabrones. Mientras tanto, la pequeña ave contemplaba el estacionamiento posada sobre la mano de aquel viejo borracho que le había regalado un suspiro.