ELEAZAR MARTÍNEZ



ESCALERAS ABAJO


Manuel pasó a la barra y pidió una cerveza, luego se instaló a la mitad del pasillo principal. A pesar del denso humo que había, se podían observar, también por el pasillo, las escaleras que subían hacia la entrada y la iluminación amarillenta del exterior.
            El antro se llamaba El Sótano. Había llegado ahí de la misma forma en que semanas antes había llegado a la ciudad: solo y preguntando. Venía de Matehuala a San Luis Potosí exclusivamente a trabajar. Ésta había sido su primera semana como obrero en una construcción. Era viernes y recién le habían pagado, por lo que decidió salir un rato.
            Lanzó una mirada a la pista, las mesas y sus bancos de madera desgastados. Todo ocupado. No esperaba a nadie, así que sin demorar llevó el líquido directo a la garganta. Una gota oscura le recorrió la comisura del labio y la recogió con el dorso de la mano.
            Gente había mucha. Mujeres, sobre todo. En la pista había parejas moviéndose y bailando. Las luces de colores trepidaban y los reflectores apuntaban a un lado y a otro.
            La muchacha de la barra que lo había atendido lucía despeinada y con sudor. La miró de lejos. Le estaba pasando un par de caguamas a una chica de jeans, tacones muy altos y una blusa de tirantes que dejaba notar lo que apenas eran sus senos: un par de prominencias mínimas, escasas. Más abajo, el bulto del estómago se escurría por encima del botón del pantalón.
            La chica pagó las cervezas y cruzó frente a Manuel sin mirarlo. Se detuvo a dos mesas con un grupo de amigas que rondaban la misma edad de él, 23, 25 años. A excepción de una que se veía mayor; rubia, cabello chino y de 40 años cuando menos. La chica con blusa de tirantes le pasó una botella a una compañera y la otra la conservó, sólo para darle un trago y dársela a otra muchacha. La compañera hizo lo mismo.
            La música pasó de norteñas a boleros y algunas parejas dejaron la pista para sentarse en la mesa que estaba entre el grupo de muchachas y él. Miró alrededor y luego se colocó en una mesa a la derecha. Puso la cerveza sobre una servilleta y se sentó en un banco de madera que temblaba. Tenía una pata más corta que las otras.
            Al fondo del pasillo no llegaban del todo las luces de colores. Entre penumbras, dos chicos delgados con playeras muy ajustadas se acariciaban, luego parecían discutir, alzaban la voz y gesticulaban. Después se volvían a acariciar. Uno de ellos derramó la cerveza. Ambos rieron y se besaron. Tambaleantes, dejaron la mesa y se perdieron entre el gentío.
            Un hombre se le acercó, y con aliento alcohólico y mirada lenta le puso una mano en el hombro.
            Te gusta mi amiguita, ¿verdad?
            Manuel no supo qué responder. El hombre vestía una camisa de cuadros rojos con grises a medio abotonar. En el hueco que se dilucidaba del pecho, entre vellos retorcidos y la piel oscura, le escurría una delgada gota de sudor. Se le aproximó aún más.
            Te la voy a presentar. Nomás para que la conozcas, te la voy a presentar. ‘Ira, ven.
            El desconocido enfiló al baño, al fondo del pasillo, tras la mesa donde había estado la pareja de chicos. Al abrir la puerta, una luz color rojo se asomó y le iluminó brevemente el rostro descompuesto y arrugado.
            Manuel dio otro largo trago y dejó en la mesa la botella vacía. Jugaba con la servilleta húmeda y con la etiqueta de la botella hecha trizas sobre la madera barata y raída de la mesa. Miró alrededor. Movía el pie derecho en el aire. El banco seguía temblando.
            Se puso de pie para ir a la barra. Esquivaba a quienes bailaban en la pista cuando se encontró de frente con la muchacha de cabello chino, la mayor de su grupo, quien traía dos caguamas. A lo lejos parecía más alta y más rubia. En el fondo del cabello se empezaba a notar la raíz negra.
            La chica entrecerró los ojos y habló arrastrando las palabras.
            Estoy a una chela de que me la metas en el baño.
            Manuel siguió de largo y en la barra pidió una Indio que bebió apenas se la dieron. Había rozado el cuerpo de la muchacha. Sus senos eran grandes y caídos. También sudaba. Parte del brazo de él estaba húmedo.
            Levantó la mirada. En la pista, parejas de hombres y mujeres bailoteaban estrellándose entre ellos. Ya no sonaban boleros, sino cumbias. Una canción hablaba de parques llenos de niños y de viajes en veleros; cosas buenas, decía. Manuel notó que la chica ya no estaba entre la gente, y desde la barra no podía ver la mesa de sus amigas.
            Cuando regresó a su mesa, ya había dos parejas ocupándola. Parecían bromear, se reían y manoteaban. Uno de los hombres puso su botella a altura de la entrepierna y le hizo una señal al otro. Las mujeres rieron otra vez, unas risas largas y chillantes.
            Se recargó en el muro del pasillo y bebió. En la mesa de al lado, la mujer estaba sentada en el banco, con las manos en el aire y moviendo los hombros a la par de la música. El hombre, frente a ella, le acariciaba los muslos.
            A mesas de distancia, la muchacha de cabello chino los miraba. Cuando los reflectores de colores le daban en la cara, su frente y sus pómulos salientes brillaban con el sudor. Sus hombros, trémulos, subían y bajaban con la música, aunque de vez en cuando se detenía para beber. Luego desviaba los ojos a otro lugar, al suelo, a la mesa o a la pista, donde sus cuatro amigas bailaban en brazos de cuatro hombres que se apuntaban y reían entre sí. La muchacha los veía. Tomaba de su cerveza y los volvía a mirar. Luego se movía al ritmo de la cumbia.
            Manuel los observó y también miró a la de cabello chino. Ella lo vio. Sus miradas chocaron un segundo. Ella le dijo algo a un mesero y le señaló la mesa y las botellas. El mesero se sentó en uno de los bancos y cruzó los brazos. Manuel apuró la cerveza y dejó la botella en el piso.
            La muchacha, entre el pasillo lleno de humo y luces trémulas, caminó hasta el fondo, rumbo al baño de mujeres. Cuando llegó, sintió la mano de Manuel en la ancha y flácida cintura. La mano se abrió por completo y la apretó. Al abrir la puerta del baño, una brillante luz carmín les iluminó las caras descompuestas y sudadas.