MICROENSAYOS II
TÍMPANOS SIN MÚSICA
Las megalópolis cancelan la
regeneración de ciertos mitos. Por ejemplo, en la Ciudad de México. Cada vez
que llueve demasiado y el DF recupera su origen lacustre y los autos semejan
navíos atascados en medio de su frenesí, ellas, desde sus islotes hogareños,
recobran las escamas, desvarían, liberan sus cuerpos voluptuosos y entonan
cantos de reminiscencias marinas (que se confunden con el bullicio del
estruendoso aguacero), mientras ellos se sientan tras el volante, con sus oídos
aturdidos, en espera de que escampe para poder meter primera y llegar a casa,
donde no hay un solo ser mitológico que aún los haga delirar.
CONTRA LOS REZOS
Creemos tomar decisiones en
función de nuestros anhelos y de los límites que el mundo les impone, en
función de nuestras convicciones y el contexto que las hace posibles. No
obstante, rara vez esto ocurre realmente, pues no consideramos que el mundo
todo el tiempo se agiganta o se estrecha, como si fuese un mapa cuyas fronteras
estuviesen en constante disputa. Esto, por supuesto, reduce o amplía la
posibilidad de cada uno de nuestros actos —¿para bien o para mal?— pero eso es
algo que no tomamos en cuenta: cuando hemos señalado una meta, no hay excusa
que detenga nuestro afán de alcanzarla. Así, resulta contradictorio que cada
vez que los límites de la realidad se reducen, sigamos sosteniendo los propios
deseos en contra de su realización posible. Se trata de un velo minúsculo que
se expande hasta tapiarnos los ojos. Este mecanismo, que algunos han llamado
‘negación’, consiste en multiplicar las ambiciones de manera inversamente
proporcional a la efectividad de sus resultados. Por ello Óscar Wilde escribió
que “cuando los dioses desean castigarnos, responden a nuestras oraciones”. En
esta paradoja se enfrentan la esperanza y la impotencia cotidianas, es ahí
donde se juegan las frustraciones y las utopías que la vida nos prepara a
diario. Todo esto, por supuesto, no lo explica ningún manual de autoayuda.
Me la he pasado fuera todo el
día, pero he llamado a casa múltiples veces, pensando en cómo me encantan los
espacios interiores. En mi mente, los recuerdos de mi cuarto se multiplican. La
calidez de las sábanas, el pulso del control remoto, aquella mancha que habita
un rincón de la pared. También he pensado mucho en mis gatos: sus juegos
solitarios con la nada, las horas que pasan en estado hipnótico, los sueños que
tienen cuando no duermen. Al encontrarme a otros, les he preguntado por sus
casas, sus vergüenzas, sus íntimas convicciones. Sentado al volante, he pensado
en el resguardo que trae consigo el automóvil, el aislamiento que nos otorga
frente a los otros, la cápsula de acero que nos retiene dentro y nos defiende
del peligroso exterior. Así, me ha atacado un ansia súbita por llegar al
espacio más espiritual que poseo: mi diario, con todas esas palabras que me
resguardan y ocultan, todo ese material de la memoria que, acumulado, ya no me
dice quien soy. Me encanta mi hogar. Tengo mucho tiempo sin habitarlo.