LEOPOLDO LEZAMA


DE LA ASIMETRÍA DEL SUEÑO


Yo hubiera querido que las cosas entraran en una somnolencia, una distensión en la cual sus más elementales características fueran cediendo a descomposiciones progresivas. Un armazón deshebrándose, una presión casi imperceptible y de pronto las luces de la calle serían un espasmo maleable.
Había calor impregnado como si hubiera llovido, la vigilia negaba un campo de operación para la realidad impaciente; sopor, nubes difusas, cáscaras del día desintegrándose en el suelo. Yo hubiera querido subir una escalera y dejar que las formas avanzaran solas, se pasearan sonámbulas por los cuartos nerviosos. La escalera se desplegaba como abanico angustiado, el techo se resquebrajaba, se erguía, las lámparas querían salir por las ventanas. Entre las ramas del árbol el tiempo era un colibrí asustado; frágil como una flama a punto de extinguirse. Entre las ramas, el tiempo redactaba con temor su apología del movimiento. Una cadencia demasiado esbelta venía empujando; el cuerpo se levantaba unos centímetros de la cama, el pensamiento anhelaba un asueto mortífero; la circunferencia lógica se volvía vitrina, se iba asentando en zonas rígidas. Vapores sensuales organizaban una matemática indecisa, dibujaban trazos divagantes pero la geometría tenía un padecimiento, un resfrío. El entorno lógico quería afirmarse a partir de vapores vacilantes, el ambiente se fue definiendo en proporciones humosas. El vapor ascendía, los lapsos entre una secuencia y otra eran inconsistentes; otra luz inundaba la noche, nadaba de espaldas, flotaba lejos, proveía de un raro volumen a la vastedad creciente. Surgieron hendiduras de las cuales se filtraron otros mundos, recuerdos imprecisos, imágenes sin origen ni propósito, habitaciones confusas ordenadas bajo su magia fría; pero el sueño, balanceándose sobre su columpio fijo, dejó de mover las pantorrillas.
El vapor ascendía, era la matriz de las formas, el lugar en que se hallaban concentradas las posibilidades para los caprichos de la mente adormecida. El vapor ascendía, intensificaba su proyecto de disgregación sistemática; la nueva geografía buscaba privacidad, vertebración independiente. El espacio se pobló de una materia neutra: el sueño adquirió texturas museísticas, instaló una iluminación de estatua vespertina. El sueño moldeaba una espesura para proteger a los objetos de los ruidos; los objetos se disgregaban, eran vapor que carecía de altura, flujo ascendente, cabellera de imágenes impacientes por llegar a otra rutina. Había demasiada amplitud, demasiada sensación de crecimiento; el alma se ensanchaba, un brillo voraz desarticulaba sus fronteras. Y la debilidad del sueño se fue erizando: de sus filamentos se desprendieron irisaciones violentas, diminutas ondas agresivas rasgaron el equilibrio de las proporciones; las piernas brincaron debajo de las sábanas, fueron un salto de liebre levantando pequeñas polvaredas. El cuerpo yacía inmóvil, pero el alma festejaba dormida. Yo hubiera querido que la noche nos regalara otros espacios, un umbral, un surtido de conformaciones sorprendentes que impidieran la tragedia de levantarse entre las redes de humo y preparar café, abrir las ventanas.
Pero el sueño prefirió ir por una brecha, por terruños que gozaban de sus propias zonas neutras. Emanaciones de luz fracturada pretendían abarcar la lejanía: en vez de distancias recorríamos un conjunto de pasadizos inestables: el sueño subía por la escalera y se mareaba. El amanecer se acercaba como una seriedad vital; la línea del sueño, temblorosa, iría de un lado a otro a la caza de áreas fértiles, de figuras. Ya se estiraba buscando la conformación de un polígono, ya se arrastraba arañando una espiral. En el sueño la esencia de las cosas podría ser su fachada; la noche sería entonces un gran círculo de agua, una caja musical con las melodías mohosas. La membrana del sueño sería la víspera de otra piel, una exhalación que no terminaría de condensarse, un refugio en el que se esconderían líneas angustiadas en busca de figura. La noche quería seguir sembrando sus trampas, el vapor se articularía de nuevo, los contornos se harían débiles y aparecerían nuevas formas: una calle con las pupilas dilatadas, una estación de autobús atacada por la lluvia, una nube con escamas.
Nadie nos dijo que al dormir las imágenes se sumergían y salían convertidas en animales corpulentos, en escenarios empapados de maleabilidad futura. El sueño garabateaba rostros casi conocidos, telares y telares de lo real bajo un torrente indefinible; tejidos difusos, tejidos incorpóreos enfrentándose a la duda de ser, fuerzas disuasivas arrastrando el mareo de las primeras horas. El cielo sería agua expandida, cúpula atenta; la tierra agua sedentaria desbaratándose sobre sus propias ruinas.
Yo hubiera querido que por la noche las cosas se presentaran de otra forma, un cataclismo expuesto, un hechizo. Habría que dejar el flujo inverso terminar sus piezas, habría que entrar a esas llanuras con la sensibilidad certera.