VIRGINA WOOLF



EL AMOR POR LA LECTURA (TRADUCCIÓN DE GERARDO PIÑA)


A estas horas de la historia del mundo encontramos libros por toda la casa: en el cuarto de los niños, en la sala, en la cocina. Y en algunas casas se han acumulado de tal forma, que tienen que ser acomodados en un cuarto propio. Novelas, poemas, historias, memorias, libros valiosos empastados en piel, libros baratos de pasta blanda… de vez en cuando uno se pone de pie frente a ellos y se pregunta con un asombro fugaz: ¿cuál es el placer que obtengo o cuál es el bien que hago al pasar los ojos de arriba abajo por estas innumerables líneas? La lectura es un arte muy complejo. El análisis más rápido de nuestras sensaciones como lectores dará cuenta de ello. Aunque nuestras obligaciones como lectores son numerosas y variadas, tal vez se puede decir que nuestro primer deber con un libro es leerlo por vez primera como si uno lo estuviera escribiendo.
            Uno debe comenzar por sentarse en el banquillo de los acusados con el criminal, no por subirse al estrado para sentarse entre los jueces. Uno debe ser un cómplice con el escritor en su acto de creación —bueno o malo—. Porque cada uno de estos libros, sin importar cuánto puedan variar en tipo y calidad, es un intento por hacer algo. Y nuestra primera labor como lectores es intentar comprender lo que el escritor está haciendo desde la primera palabra con la que elabora su primera oración hasta la última con la que termina el libro. No debemos tener los ojos puestos en él; no debemos tratar de hacer que su voluntad se ajuste a la nuestra. Debemos dejar a Defoe ser Defoe y a Jane Austen ser Jane Austen con tanta libertad como dejamos que el tigre tenga su pelaje y la tortuga, su caparazón. Y esto es bastante difícil porque estamos ante una de las características de la grandeza, que hace que el cielo, la tierra y la naturaleza humana coincidan con su propia visión.
            Con frecuencia, los grandes escritores nos exigen esfuerzos heroicos para leerlos correctamente. Nos doblan y nos rompen. El ir de Defoe a Jane Austen, de Hardy a Peacock, de Trollope a Meredith, de Richardson a Rudyard Kipling, equivale a ser jaloneado, quedar deforme, a ser arrojado violentamente de un lado a otro. Lo mismo ocurre con los escritores menores; cada uno es singular, cada uno tiene un punto de vista, un temperamento, una experiencia propia que puede entrar en conflicto con la nuestra, pero que se le debe permitir expresar por completo para ser justos con él. Los escritores que más tienen que darnos, con frecuencia son los que más violentan nuestros prejuicios, particularmente si son nuestros contemporáneos, por lo que tenemos la necesidad de utilizar toda nuestra imaginación y entendimiento si queremos obtener el máximo de lo que pueden darnos. Pero leer, como ya lo hemos mencionado, es un arte complejo. No consiste sólo en estar de acuerdo y comprender. También consiste en criticar y juzgar.
            El lector debe abandonar el banquillo de los acusados y subirse al estrado. Debe dejar de ser el amigo; debe convertirse en el juez. Es este segundo procedimiento —que podemos llamar de post-lectura, ya que a menudo se realiza sin tener el libro frente a nosotros— el que produce un placer aun mayor que el que recibimos cuando estamos dando vuelta a las páginas. Durante la lectura, las nuevas impresiones están cancelando o completando las anteriores. Gusto, enojo, aburrimiento o risa se suceden uno a otro sin cesar mientras leemos. El juicio se suspende porque no sabemos lo que puede venir a continuación. Pero hablemos del momento en que el libro está terminado, cuando ha tomado una forma definitiva. El libro como un todo es diferente del libro percibido como varias partes distintas. Tiene una forma, una condición de ser. Y esta forma, esta condición, puede sostenerse en la mente y compararse con las formas, los ensayos de otros libros, y darles su dimensión con respecto a ellos.
            Pero si bien este procedimiento de juzgar y decidir está lleno de placer, también está lleno de dificultades. No se puede obtener mucha ayuda del exterior. Los críticos y la crítica literaria abundan, pero no nos sirve de mucho leer las opiniones de otra persona cuando nuestra opinión por el libro que acabamos de leer aún no está formada. Es hasta después de que uno se ha formado una opinión, que las opiniones de los otros son más esclarecedoras. Es hasta que podemos defender nuestra propia opinión, que obtenemos más de la opinión de los grandes críticos; de los Johnson, los Dryden y los Arnold.
            Para formar nuestro propio criterio, bien podemos forzarnos primero a comprender la impresión que el libro ha dejado en nosotros con tanto detalle y precisión como sea posible, y luego comparar esta impresión con otras que hemos formulado en el pasado. Ahí están, colgadas en el armario de la mente, las formas de los libros que hemos leído, como la ropa que nos hemos quitado y hemos guardado en el armario hasta que vuelva la temporada en que habremos de usarla. Si por ejemplo acabamos de leer Clarissa Harlowe por primera vez, lo tomamos y dejamos que se muestre frente a la forma que queda en nuestra imaginación después de haber leído Anna Karenina. Los ponemos lado a lado y de inmediato los contornos de ambos libros comienzan a definirse entre sí como el ángulo de una casa (para usar otra comparación) se define contra la luna llena en la época de la cosecha. Comparamos las cualidades prominentes de Richardson con las de Tolstoi. Comparamos su verbosidad y su forma de ser indirecto con la brevedad y sentido directo de Tolstoi. Nos preguntamos por qué será que cada uno de ellos ha escogido un ángulo de aproximación tan diferente. Comparamos la emoción que sentimos en los distintos momentos cruciales de sus libros. Especulamos sobre la diferencia entre la Inglaterra del siglo xviii y el siglo xix en Rusia. Pero no hay un punto final en las preguntas que surgen de inmediato, una vez que colocamos un libro junto al otro. Por lo tanto, en distintos niveles, al hacer preguntas y responderlas encontramos que hemos decidido que el libro que acabamos de leer es de este o tal tipo, que tiene tales méritos, que ocupa su lugar en este o tal otro punto de la literatura vista como un todo. Y si somos buenos lectores, no sólo juzgamos a los clásicos y las obras maestras de los muertos; les otorgamos a los escritores vivos el privilegio de compararlos como deberían ser comparados con el patrón de los grandes libros del pasado.
            Así, pues, cuando los moralistas nos pregunten qué bien hacemos con el hecho de pasar la mirada por todas estas páginas podemos contestarles que estamos haciendo nuestra parte como lectores para incluir obras maestras en el mundo. Cumplimos con nuestra parte en esta tarea creativa; estamos estimulando, impulsando, rechazando, haciendo sentir nuestras aprobaciones y desacuerdos; y fungimos como revisores y espuelas en el escritor. Esa es una razón para leer libros; estamos contribuyendo a traer buenos libros al mundo y a volver imposibles los malos libros. Pero esta no es la verdadera razón. La verdadera razón permanece inescrutable: obtenemos placer de la lectura. Es un placer complejo y difícil; varía de edad en edad y de libro en libro, y ese placer es suficiente. De hecho ese placer es tan grande que uno no puede dudar que sin él, el mundo sería un lugar muy distinto e inferior. La lectura ha cambiado el mundo y sigue haciéndolo. Cuando llegue el día del juicio final y por lo tanto todos los secretos queden expuestos, no debemos sentirnos sorprendidos al saber que la razón por la cual hemos evolucionado de monos a hombres, y por lo que dejamos nuestras cavernas y abandonamos nuestras flechas y lanzas, y nos sentamos alrededor del fuego y conversamos y ayudamos a los pobres y a los enfermos; que la razón por la que creamos un refugio y una sociedad fuera de los desperdicios del desierto y de las marañas de la selva es simplemente ésta: hemos amado la lectura.